Ni empezó en 2012 ni terminó este año, sino que fue un proceso de modificación legislativa que comenzó en 2010 y continuó hasta 2014, con gobiernos socialistas y conservadores. El impulso más importante se produjo mediante un Real Decreto-Ley de enorme alcance, el 3/2012, que explica que todos la conozcamos como la “reforma de 2012”. Ahora se habla de derogarla en su integridad. Veremos que supone esto.
El artículo 2.1 del Código Civil afirma que “por la simple derogación de una ley no recobran vigencia las que ésta hubiere derogado”. Derogar no basta, sino que habría que legislar, cubrir el vacío normativo producido por las normas desaparecidas, ya que, si no, se estaría favoreciendo un efecto no deseado de desregulación del mercado de trabajo. La derogación de una norma o de un conjunto de normas lleva necesariamente a la apertura de un proceso de intensa actividad legislativa que plantea a su vez, como cuestión previa, un debate político sobre el modelo de relaciones laborales que se quiere implementar.
La regulación laboral introducida por la llamada reforma de 2012 afectó instrumentos de adaptación de las condiciones laborales que son actualmente de uso cotidiano por los empleadores, como la modificación sustancial de condiciones de trabajo, la inaplicación de convenios o la bolsa de horas. También el teletrabajo, ausente de regulación hasta 2012; y los expedientes de regulación de empleo, cuya configuración actual viene de ese período y que, al menos por lo que respecta al expediente de regulación temporal de empleo, ha sido una de las medidas centrales de la respuesta laboral al COVID-19.
Los problemas de vigencia en una derogación íntegra de la reforma de 2012 serían importantes y la norma debería contemplarlos. Aunque como norma general los contratos de trabajo se regularían por el nuevo marco legal, habría multitud de situaciones generadas con las reglas anteriores que deberíamos prever.
Muchos de los instrumentos regulados en el 2012, y en especial, medidas de flexibilidad como la distribución irregular de la jornada, han sido recogidos por los convenios colectivos. Sería necesario también, pues, un proceso de adaptación de los contenidos de nuestras normas colectivas, algo que todos sabemos que se produce con extrema lentitud y, en cualquier caso, requiere de la activación del diálogo entre los agentes sociales.
En este periodo se modificó profundamente el marco de nuestra negociación colectiva, lo que ahora se desharía. La nueva legislación deberá prever como afectará a los convenios vigentes que se han acordado sobre la base, por ejemplo, de una prioridad aplicativa del convenio de empresa, o a la vista de una ultraactividad limitada en el tiempo.
En 2012 hubo una reforma procesal para adaptar la Ley Reguladora de la Jurisdicción Social al nuevo Derecho sustantivo. Ahora haríamos lo propio y esto generaría una nueva cuestión de Derecho transitorio, para determinar qué régimen deben seguir los procedimientos iniciados, haciendo compatible esta transitoriedad con las especialidades procesales promulgadas recientemente para gestionar la reactivación procesal de nuestra jurisdicción tras el parón del Covid-19.
Y hubo también una transformación del Derecho del Empleo, iniciada ya por el Gobierno socialista en 2010. La colaboración público-privada desaparecería; las agencias de colocación y las empresas de trabajo temporal se verían forzadas a adaptarse a un régimen mucho más restrictivo, lo que puede ser un problema a la luz del Derecho de la Unión Europea.
Cambiar las leyes supondría que la mayor parte de la construcción jurisprudencial del Derecho del Trabajo español perdería sentido porque se elaboró con unas normas que no estarían ya vigentes. Tardamos más de tres años en completar la “agenda judicial” de la reforma y tener una jurisprudencia sobre los aspectos nucleares del nuevo Derecho laboral. El activismo del tándem Audiencia Nacional-Tribunal Supremo sirvió para modelar la reforma de 2012 y armonizarla con los principios básicos de la dogmática laboral, en un esfuerzo loable de interpretación acorde con los derechos fundamentales y la jurisprudencia comunitaria. La jurisprudencia anterior a 2012 fue sustituida por la nueva y ahora habría que plantearse si los tribunales dan por buena aquélla, o si se hace necesario iniciar una nueva fase de construcción doctrinal por el Tribunal Supremo, con la inseguridad jurídica transitoria que ello conlleva para empresas y trabajadores.
Finalmente, una derogación íntegra de un régimen jurídico, o el anuncio de esta medida, que implica también un posible aumento del coste asociado al despido, genera una inquietud lógica en las empresas que si no se gestiona debidamente puede acabar provocando a corto plazo los efectos que precisamente se quieren evitar.
En cualquier caso, parece inevitable una nueva reforma laboral para integrar las novedades de este período reciente -el teletrabajo, medidas de conciliación laboral y familiar, mecanismos de protección social que combatan la precariedad y la excesiva temporalidad- y para preparar el Derecho laboral para una nueva etapa de oportunidades y dificultades. Y no parece desacertado técnicamente aprovechar la experiencia jurídica de los últimos 8 años para crear una norma útil de resolución de los problemas