El preámbulo de la Ley del Impuesto sobre Sociedades señala, como uno de sus objetivos rectores, que la aplicación del tributo no genere alteraciones sustanciales del comportamiento empresarial, basándose para ello en los principios constitucionales de neutralidad, igualdad y justicia.
A pesar de esta declaración de intenciones, la medida con mayor impacto, dentro de las reformas del Impuesto sobre Sociedades contempladas por el Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado, termina con más de 40 años de neutralidad fiscal asociada al tratamiento de los dividendos.
Desde la creación del Impuesto sobre Sociedades en 1978 se garantizaba que la repartición de beneficios entre empresas de un mismo grupo fuera neutral desde un punto de vista fiscal, si bien los mecanismos utilizados para conseguir este objetivo han variado a lo largo de los años. Lo que comenzó como una reducción en la cuota a pagar gradualmente se ha ido trasladando a una minoración de la base imponible. No obstante, a través de ambos sistemas, se garantizó que pudieran trasladarse beneficios entre las sociedades de un mismo grupo sin que los mismos fueran objeto de un gravamen adicional.
Sin embargo, de salir adelante el proyecto en su redacción presentada ante las Cortes, esta neutralidad quedaría quebrada al someterse a tributación las distribuciones de beneficios. Es cierto que el importe sujeto a gravamen es relativamente pequeño, un cinco por ciento del importe recibido, lo que supone una tributación efectiva del 1,25 por ciento para la mayoría de las sociedades. Sin embargo, el impacto global de la medida no es menor ya que supondría una recaudación adicional que superaría con creces los mil millones de euros.
No obstante, la mayor o menor relevancia cuantitativa no puede ocultar que la imposición de los dividendos no encaja con el principio de capacidad económica. Recordemos que se están haciendo tributar rentas que ya han sido objeto de gravamen y cuyo reparto no supone ninguna riqueza adicional para un grupo empresarial.
A esta primera consideración, más abstracta, hay que añadir una serie de impactos de índole práctica. El primero de ellos es que el gravamen sobre los dividendos supone un nuevo revés a la salida al exterior de las compañías españolas, al quedar sometida la obtención de beneficios en el extranjero a un gravamen adicional cuando los mismos se repatrien a nuestro país. La desaparición de la neutralidad en el reparto de dividendos supone la eliminación del último de los incentivos a la internacionalización después de que desaparecieran, por razones de distinta índole, entre otros, la deducción por actividades exportadoras, la amortización del fondo de comercio financiero en la compra de entidades no residentes o la exención de las UTEs que operaban en el extranjero.
Estos impactos negativos operan en una doble dirección ya que, además de trabar la salida de nuestras empresas al exterior, también dificultan la entrada del capital extranjero. Esta norma, junto con la existencia del pago fraccionado mínimo, hace mucho más difícil que España sea contemplada como un territorio en el que centralizar inversiones. Se pierde, a mi juicio, la oportunidad de poner en valor la mejor red de convenios con Latinoamérica o la captación de las sociedades holding que escapan del Reino Unido como consecuencia del Brexit.
Parece que todas las esperanzas están puestas en que lo aparentemente reducido del gravamen nos salvará de estas distorsiones. En caso de que se apruebe la norma, esperemos que acierten.