El Derecho es, entre otras cosas, una técnica. Se basa en la utilización de un lenguaje propio, que también es técnico, que debe caracterizarse por el rigor y la precisión. Cada cosa tiene su nombre y hay que conocer el nombre de las cosas. El uso de un lenguaje distante del común, a veces arcaico, a veces alambicado, no debe ocultar esta realidad. El jurista tiene que manejar el lenguaje del Derecho con toda la seriedad; mucho más cuando se trata del jurista que crea el Derecho.
Esta reflexión viene al hilo del asunto que nos ocupa hoy y que tiene que ver con un área del Derecho de la emergencia COVID-19, el del despido. Respecto de éste el Gobierno ha introducido sobre todo dos medidas: negar a la pandemia la consideración de causa legítima para despedir , y obligar a mantener el empleo a las empresas que se acojan a las exoneraciones de cuotas previstas en las sucesivas normas bajo pena de su devolución íntegra. A ambas se les ha llamado de manera conjunta, en algunos foros jurídicos e incluso políticos, la “prohibición de despedir”.
La cuestión del despido es una buena muestra de las luces y sombras de esta legislación. Un voluntarismo político teleológico expresado en las sucesivas exposiciones de motivos de los reales decretos leyes ha ido perfilando, por aluvión, tanto el literal de la norma como su interpretación, con las siguientes consecuencias:
La primera es la falta de calidad técnica. Siendo un asunto con importantísimas consecuencias, su tratamiento en la norma es muy criticable. El hecho de que la redacción haya tenido que ser corregida en algún momento de su vigencia, es el síntoma más claro de que algo se hizo mal. De la misma manera, la disparidad entre los primeros pronunciamientos de los tribunales laborales respecto del alcance de esta “prohibición” demuestra que esta materia tendría que haber sido tratada con más cuidado.
La segunda es la incapacidad de adaptación. Estas medidas han estado presentes desde prácticamente el inicio de la producción normativa extraordinaria de este período y, desde entonces hasta ahora, las cosas han cambiado radicalmente. El objetivo inicial de “congelar” la economía durante un tiempo limitado -para poder reactivarla cuando lo peor hubiera pasado- ha demostrado ser inalcanzable. La crisis ha ido peor de lo que se esperaba y, sobre todo, es mucho más duradera. Lo que en un principio podía ser una buena idea, ha dejado de serlo en algún momento, cuando la recuperación inmediata se ha convertido en una entelequia. Con una crisis a largo plazo, estas restricciones al ajuste de plantillas pueden haberse convertido en algo insoportable para las empresas.
La tercera es, a su vez, consecuencia de las dos anteriores: la inseguridad jurídica con la que se mueven los destinatarios de la norma. Esto es especialmente grave cuando hablamos de despidos, una figura con graves implicaciones para trabajadores y empresas. Gestionarlos sin tener certeza de cuáles serán sus consecuencias económicas, o sobre qué alcance tendría una eventual devolución de ayudas -o incluso bajo la amenaza de una posible nulidad-, no es aceptable.
Pero, seguramente, lo más criticable es la forma en que se ha presentado ante la opinión pública. Las dos medidas indicadas se han vendido como una auténtica prohibición. Una figura poco coherente con un sistema económico guiado por la libertad de empresa, que ampara las decisiones de reorganización de plantillas justificadas y penaliza económicamente las injustificadas. Es cierto que hay despidos nulos y causas inadmitidas para extinguir contratos. Se trata, sin embargo, de situaciones radicalmente diferentes donde concurren elementos conectados con la protección de derechos fundamentales.
Por ello, pensar en que se ha introducido una verdadera prohibición del despido, aunque sea por un tiempo limitado, no se sostiene en el acto interpretativo, complejo pero metodológico, de la norma que lo regula.