La OCDE actualizó ayer su trabajo sobre la tributación de la economía digital a través de una webcast en la que el secretariado de la organización ha dibujado lo que puede llegar a ser el consenso sobre la futura arquitectura de la fiscalidad internacional, consenso al que debe llegarse en enero de 2020 si se quiere cumplir con el encargo del G20.
En esencia hay dos grandes cuestiones, resolver la tributación de la economía digital (Pilar I) y garantizar una tributación mínima global para todos los operadores multinacionales (Pilar II).
En la primera, el problema radica fundamentalmente en la posibilidad que brinda la digitalización de intervenir de forma relevante en una economía sin contar con presencia física. Esta nueva forma de hacer negocio resulta en una pérdida progresiva de recaudación en los países de fuente, donde se produce el consumo.
Alguien pudiera decir, con cierta razón, que ese es un problema de imposición indirecta que no debiera cuestionar los principios que regulan la fiscalidad directa en el ámbito internacional. Como contraargumento se aduce el creciente valor que las compañías tecnológicas extraen de los datos de los usuarios, lo que da pie a los Estados donde residen dichos usuarios a reclamar el poder de gravar una parte de los beneficios.
Dado que las principales empresas tecnológicas son norteamericanas, los intentos unilaterales de solución (por ejemplo, los de la UE, Francia o España) han sido interpretados por EE.UU. como un ataque directo a sus intereses. Ahora parece que EE.UU. pudiera estar dispuesto a prestar su consentimiento –sin el cual no es posible ningún consenso serio–, pero, para ello, hay que doblar la apuesta: la solución no afectará a la economía digital sino a todos los negocios B2C e incluso a los B2B, en determinadas circunstancias.
La OCDE propone crear un nuevo nexo digital como sujeto pasivo gravable y plantea alterar las normas de atribución de beneficios saltando por encima del principio de plena competencia –arm’s length principle o ALP en terminología anglosajona–. Por un lado, cuando un grupo tenga beneficios extraordinarios, una parte del mismo habrá de ser repartido entre las jurisdicciones donde radican los consumidores/usuarios de ese negocio. Por otro, la remuneración de la función de distribución tendrá unos mínimos fijados, probablemente por industria, substrayéndose así también a la aplicación del ALP. Parece haber, en definitiva, un consenso político para incrementar los derechos de las economías en desarrollo, pero no parece que se haya encontrado un principio sobre el que hacerlo y las soluciones apuntan más a compromisos cuya virtualidad dependerá directamente del grado de acuerdo alcanzado en su implementación. Ese planteamiento esconde sin disimulo una puesta en cuestión del ALP y parece apuntar al principio del fin del sistema de precios de transferencia, sistema que, pese a todo, ha demostrado tener una resiliencia envidiable hasta el momento.
En el Pilar II, la OCDE propone conseguir una tributación mínima global básicamente con dos instrumentos: una norma de inclusión que faculta (u obliga) a la Administración donde radica la matriz de un grupo multinacional a gravar los resultados de sus filiales que hayan sido gravadas con menos de un porcentaje por determinar de imposición efectiva ; y otra regla que permite (u obliga) a negar la deducibilidad de todo gasto que genere una renta no gravada al menos con ese tipo efectivo.
La adopción de la propuesta en este Pilar II acabaría con los incentivos fiscales locales a la atracción de capitales en la medida en que cualquier incentivo sería automáticamente neutralizado por una mayor imposición en residencia y, es, de facto, un reconocimiento de que, pese a la persistente culpabilización de las multinacionales, era la competencia normativa entre Estados la que estaba probablemente distorsionando la localización de funciones, activos y riesgos de los grandes grupos internacionales. Es también un ataque al ALP por cuanto corrige el resultado de la aplicación de dicho principio para reubicar las bases imponibles de forma que se garantice esa tributación mínima.
Queda ahora ver si estas propuestas son finalmente consensuadas e implementadas, dos pasos llenos de dificultades. El consenso porque ahora cada país tiene que hacer cuentas sobre cuál sería el saldo tributario de adoptar estas medidas; teóricamente, los países de residencia de los grandes grupos internacionales perderán capacidad recaudatoria en beneficio de los países netamente importadores de bienes y servicios. Y la implementación porque, aún con consenso, surgen a cada paso dificultades para determinar todas las incógnitas que hemos visto que van a surgir. Como siempre, se promete con elocuente énfasis que en ningún caso se gravarán más beneficios que los realmente existentes ni se producirán situaciones de doble imposición. Veremos.