Después de varios meses de intensa actividad legislativa, la Tax Cuts and Jobs Act ha sido aprobada por las dos cámaras del Congreso de los EEUU. La entrada en vigor de la ley queda ahora únicamente pendiente de la firma del presidente Trump, pero es de prever que la espera no se alargue demasiado, dado que la reforma fiscal –que era una de las principales promesas de su campaña– ha sido recientemente descrita por el propio presidente como un “gran regalo de Navidad” para la clase media americana. El tiempo dirá si esta reformulación de la arquitectura del sistema fiscal estadounidense contribuye positivamente a la prosperidad de sus ciudadanos, pero lo que a estas alturas ofrece ya pocas dudas es que, a los grupos extranjeros con presencia en Estados Unidos, incluyendo a las empresas españolas, la reforma les va a dejar abundante carbón.
Se ha hablado mucho, y con motivo, de la importante reducción del tipo nominal del impuesto sobre sociedades, que pasa del actual 35% a un 21% (más el impuesto estatal). Esta sustancial rebaja beneficiará por igual a todas las empresas que operan en Estados Unidos, incluidas las filiales de grupos españoles, como también lo harán la eliminación del impuesto mínimo alternativo o la posibilidad de amortizar libremente determinados activos.
No obstante, como ha venido sucediendo en la mayoría de los países OCDE, la tendencia a la baja de los tipos nominales se compensa con un “ensanchamiento” de la base imponible a través de una serie de medidas que, si bien formalmente aplican a todos los contribuyentes, se harán sentir de manera especialmente gravosa para las empresas de matriz no estadounidense.
Algunas nos resultan familiares, como el endurecimiento de la limitación a la deducibilidad de gastos financieros, que se sitúa inicialmente en un 30% del ebitda y que se restringirá aún más a partir de 2023, cuando el límite porcentual pase a estar referido al ebit. Siendo, como ha sido, habitual que los grupos españoles situaran parte de su carga financiera en EEUU, no serán pocos los que vean como una parte de esos intereses deja de ser fiscalmente deducible a partir del año que viene.
Pero si la menor capacidad de deducir gastos financieros era la de cal que cabía esperar como contrapunto a la reducción del tipo impositivo, otras novedades traídas por la reforma constituyen una inesperada –y, seguramente, no bienvenida– sorpresa para las empresas españolas. Nos referimos, muy particularmente, al denominado impuesto anti-erosión de bases imponibles, también conocido como BEAT por sus siglas en inglés (hay quien cree que el acrónimo no es casual). Esta nueva figura se articula como una suerte de impuesto mínimo del 10% (5% en 2018) calculado sobre una base imponible modificada, en la que la mayoría de pagos (prácticamente solo se salvan las compras de mercaderías) que las compañías americanas hagan a otras sociedades del grupo situadas fuera de EEUU, no tienen la consideración de deducibles a efectos del BEAT. Esta norma afectará previsiblemente a todos aquellos grupos españoles que presten servicios de cualquier tipo a sus filiales americanas, con especial incidencia en el sector financiero y asegurador.
Otra medida que podría generar dolores de cabeza a los departamentos fiscales de las empresas españolas es una nueva regla que calificará como “entidades controladas” por la filial americana a todas las empresas del grupo, con independencia de que estén o no participadas accionarialmente por esta. Aunque esto no debería suponer tributación adicional en EEUU, sí que puede obligar a los grupos españoles a proporcionar al fisco americano información financiera de todas estas entidades.
Donald Trump accedió a la Casa Blanca con la promesa de “make America great again” y esta reforma fiscal pretende ayudar a cumplir ese compromiso, mejorando la posición competitiva de las empresas estadounidenses por la doble vía de incentivar fiscalmente la actividad en suelo americano a la vez que se desincentiva la foránea. Sin embargo, la carta enviada por los ministros de Hacienda de 5 países europeos (España entre ellos) a su homólogo estadounidense –y en la que se manifestaban serias objeciones a alguna de las medidas que aquí hemos comentado– parece indicar que el resto del mundo, si bien no se opone a que América recupere su grandeza, no está muy por la labor de correr con los gastos.