Cerrando debates laborales: contratos temporales y salario mínimo

Uno puede pensar que los debates terminan cuando se llega a un acuerdo. No suele ocurrir así en el ámbito de las relaciones laborales, donde lo enfrentado de las posiciones y la existencia de intereses contrapuestos lleva a que éstos se cronifiquen y se hagan estructurales. Todos conocemos los más relevantes, que nos vienen acompañando toda la vida: coste del despido, flexibilidad, temporalidad

Todo lo más a lo que podemos aspirar es a que en algún momento, tras debatir años, se adopte alguna decisión (que, por supuesto, no evitará debates posteriores). Esto es lo que parece que va a pasar ahora en España con dos instituciones controvertidas de nuestro Derecho del Trabajo: contratación temporal y salario mínimo, para las que se anuncian cambios inmediatos.

Respecto de este último, las posiciones están tan claras que parece imposible llegar a acuerdo alguno, habiendo quién se opone a cualquier subida por ser inoportuna para el empleo y quien la apoya en cualquier circunstancia. Es un tema crucial, cuando llevamos una década de empobrecimiento de los trabajadores y de generalización de los working poor. No tardaremos mucho en ver aprobada una directiva europea que quizás nos obligue a cambiar algo y, en cualquier caso, evidenciará todavía más las diferencias entre los países europeos.

Se ha anunciado un nuevo incremento y se ha publicado un informe del Banco de España que cuantifica los efectos negativos en términos de destrucción de empleo de la última subida. A partir de estos hechos, las posiciones son las de siempre. Legítimas, por supuesto, pero basadas en visiones y prioridades tan encontradas que hacen imposible cualquier acuerdo.

Nos gustaría introducir otro argumento en el debate: el de la sectorialización de los salarios mínimos, como ocurre en otros países. La crítica al impacto negativo se hace de forma general, pero la realidad es que las subidas pueden resultar inoportunas, si es que lo son, respecto de los niveles salariales en determinadas zonas del mercado de trabajo o de la actividad económica. En otras podrían plantearse incrementos incluso mayores, lo que beneficiaría también la recaudación de cotizaciones. Quizás contemplarlo de esta manera, con velocidades de incremento distintas, puede facilitar y desdramatizar su adaptación. Esto supone, también, potenciar el papel de los interlocutores sociales, que serán los responsables de fijarlo en cada sector.

Respecto de los contratos temporales tampoco hace falta explicar mucho las posturas. Frente a una visión empresarial del contrato temporal como un instrumento idóneo de primera experiencia profesional o de adaptación flexible a las modulaciones de la actividad económica se alza una visión sindical del contrato temporal como un instrumento pernicioso de precariedad y abuso fraudulento. Ambas visiones tienen algo de cierto.

Más allá de esta contraposición, lo cierto es que el legislador quiere que la regla general sea la de la contratación indefinida, siendo la temporal una excepción. Y ahora quiere limitar todavía más esta excepción para corregir una desviación de la tasa de temporalidad sobre la media europea que ya no es aceptable para Europa.

El problema es que los contratos temporales se usan como un instrumento ordinario de contratación, en toda circunstancia. Y ello es así porque les resultan más atractivos a las empresas que los indefinidos.

Son ahora mismo un instrumento de la política de recursos humanos de las empresas, como mecanismo no sólo de adaptación, sino de selección y motivación. La decisión de contratar temporalmente se hace por múltiples motivos, ajenos en muchos casos a la duración. El caso del sector público es el más llamativo en este sentido, con profesiones enteras (como las relacionadas con la investigación o la defensa) basadas en la sucesión de vinculaciones sujetas a duración.

Separar temporalidad del trabajo y del contrato no es tan descabellado. Pensemos en los contratos formativos, limitados en el tiempo pero que pueden ocupar empleos permanentes. Lo contrario puede ocurrir también si tomamos como ejemplo demandas de empleo cuya duración será limitada, pero demasiado larga o imprecisa para cubrirla con las modalidades contractuales de las que disponemos. En estos casos, sólo cabe, a día de hoy, el contrato fijo y el despido por causas objetivas. Por ello, un escenario futuro puede ser el de contratos temporales acausales con mecanismos de ajuste potenciados o contratos temporales de más larga duración y mecanismos de garantía de su estabilidad interna.

Nuestro sistema productivo tiene unos mecanismos que generan temporalidad, como la externalización y la gestión por proyectos. Parece haber acuerdo en que los instrumentos para afrontarla son inadecuados, por sus efectos en el mercado de trabajo. Es tiempo de innovar.

Hace ya tiempo que distinguimos estacionalidad de temporalidad y fuimos capaces de diseñar instrumentos jurídicos para ello. Ahora es el momento de hacer lo mismo con la limitación de la duración y contratación temporal, asignando las opciones contractuales según otros criterios, más equitativos. Los instrumentos están sobre la mesa, desde la reforma del despido a la mochila austriaca. A esto, por cierto, se le llama flexiguridad, que debe servirnos de guía para afrontar un problema tan serio, el de la temporalidad, que no podemos ignorar ni seguir tratando como hasta ahora. Europa sigue vigilándonos por esta situación; y, dentro de la Unión, está el Tribunal de Justicia, cuyas resoluciones son cada vez abundantes y con mayor potencial transformador.


Artículo publicado originalmente en El Economista el día 11 de junio de 2021.

Claudia Nieto: