En 2002, entró en vigor la ley que en España regula el régimen fiscal de las entidades sin ánimo de lucro y los incentivos fiscales al mecenazgo. Su objetivo, reconocer la importancia del llamado tercer sector y de la participación privada en actividades de interés general.
Como consecuencia, se puso en marcha un nuevo régimen fiscal que flexibilizaba los requisitos para acogerse a incentivos y que pretendía dotar de seguridad jurídica suficiente a las entidades que los disfrutaran.
El legislador, con altas miras, entendió la necesidad de potenciar y canalizar esos flujos económicos destinados a labores altruistas y, como en tantas otras ocasiones, quiso potenciar los beneficios fiscales vinculados a este tipo de actividades. Aquello sí que era un óptimo de Pareto, pues todo el mundo ganaba: no solo el aportante y el receptor, sino el Estado y la sociedad en general.
Sin embargo, cuando llegó el momento, la Administración Tributaria sacó punta al lapicero y dejó a un lado las intenciones de flexibilidad y de ampliación de incentivos con los que nació la ley y, lo que es peor, el principio de seguridad jurídica.
Así, la Dirección General de Tributos exigió en distintas consultas que las fundaciones persiguieran directamente los fines de interés general para hacerse acreedoras del beneficio fiscal regulado por la ley. Ni que decir tiene que la literalidad de la norma no exigía este requisito. Una interpretación restrictiva sacaba fuera de la ley a la mayor parte de entidades, fundaciones y organismos sin ánimo de lucro.
En noviembre de 2012, el Tribunal Económico Administrativo Central (TEAC), avaló en una resolución dicho criterio y continuó exigiendo un requisito no previsto en la norma, lo que convertía a la Administración Tributaria, en palabras de la Audiencia Nacional, en «una especie de legislador complementario».
Recordemos que la legislación que, desde 2002, regula el régimen fiscal de las entidades sin fines de lucro les exige que «persigan fines de interés general», sin calificar ni la forma de hacerlo ni los medios.
Como dice un buen amigo ante situaciones de esta naturaleza, «las cosas solo pueden mejorar». Y así sucedió. La citada resolución fue anulada en 2015 por una sentencia de la Audiencia Nacional que puso sentido jurídico a lo obvio al señalar que «la interpretación que realiza la Administración es contraria a la propia norma de la que deriva, ya que en ningún momento ni la ley sustantiva ni la fiscal exige que la fundación en cuestión realice de modo directo una actividad de fin general, sino que su obligación no es otra que la de perseguir fines de interés general, sin que quepan añadidos o interpretaciones».
En el caso que se relata en las presentes líneas -defendido por PwC-, la Administración Tributaria inició unas actas de disconformidad y sancionó a una Fundación por haberse acogido a unos beneficios fiscales incumpliendo un requisito que la ley no exigía.
Ahora, el TEAC acaba de hacer suya -en una resolución del pasado 8 de septiembre- la sentencia de la Audiencia Nacional de 2015, cambiando su criterio y entendiendo «que los fines de interés general que debe perseguir una fundación pueden ser ejecutados tanto de manera directa como indirecta». Hay que recordar el valor que ese cambio de criterio conlleva, pues no es habitual que el TEAC dé conformidad sin un refrendo expreso del Tribunal Supremo lo que, sin duda, revaloriza el resultado conseguido.
Entendemos que esta acertada resolución cierra un capítulo jurídico -que no debería haberse abierto- para aquellas entidades que cumplen escrupulosamente con los requisitos legales y que prestan un servicio digno de elogio para toda la sociedad.