La llamada “remunicipalización” de los servicios públicos, movimiento que defiende que los ayuntamientos deben gestionar directamente los servicios públicos que gestionan empresas privadas, se ha puesto de moda. Madrid, Barcelona, Cádiz o Zaragoza, entre otros municipios, han iniciado el camino para la remunicipalización, impulsada por asociaciones civiles, que tratan de devolver a los ciudadanos “sus servicios”. Los polideportivos, la limpieza de playas, la gestión del agua, la jardinería… son, de momento, el objetivo de este movimiento.
Los servicios públicos no dejan de serlo por razón del modo en que se gestionan. Tan público es un servicio gestionado directamente como indirectamente. La gestión indirecta no priva a los ayuntamientos de sus prerrogativas frente al contratista, ni le priva de la titularidad del servicio, que para algo recibe, por ministerio de la ley, la calificación de “servicio público”.
Con independencia del enfoque político, el modo de gestionar los servicios públicos debe responder al principio de eficiencia. Insisto en el “debe”, ya que la Constitución española exige que la ejecución del gasto público responda a los criterios de eficiencia y economía. La eficiencia, olvidada durante muchos años, ha pasado a ser, afortunadamente, protagonista en las últimas reformas legales. La Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, la más reciente Ley de Régimen Jurídico del Sector Público y la normativa local son abundantes en la exigencia de que la gestión los recursos públicos esté orientada por la eficiencia, habiéndose pronunciado en este sentido el Tribunal Constitucional.
No basta con prestar un servicio público a cualquier precio y coste, debe hacerse de la forma más eficiente, y los gestores públicos deben justificar la elección del modo de gestión. De manera que la elección de uno u otro modo de gestión debe huir de apasionados debates sociales y centrarse en aspectos técnicos, tanto jurídicos como económicos.
Al tiempo de justificar qué es más eficiente, la gestión directa frente a la indirecta, debemos tener en cuenta ciertas ventajas que ofrece la indirecta, que por lo general pasan desapercibidas. Entre tales ventajas está la separación de riesgos Administración/Contratista que lleva aparejada la gestión indirecta, de manera que es el contratista quien asume la gestión del servicio público a su riesgo y ventura. Este desplazamiento del riesgo queda más evidente respecto de las concesiones en el proyecto de ley de Contratos remitido a las Cortes recientemente, que insiste de conformidad con la Directiva 2014/23/UE, que en las concesiones administrativas debe transferirse necesariamente el riesgo operacional de la Administración al concesionario. Además de la separación de riesgos, la Administración Pública se coloca en los contratos en una posición de superioridad frente al contratista, al disponer de un verdadero arsenal de instrumentos legales y económicos para obligar al gestor, las llamadas prerrogativas. Sin embargo cuando la gestión se asume por la propia Administración se sustituye el control al contratista, con las consiguientes prerrogativas, por el autocontrol, sin duda menos exigente.
Por otra parte a la hora de optar por la gestión directa se pasa por alto su impacto en los presupuestos y en el empleo público. Si en un contrato la Administración no puede abonar más de lo debido, no sucede así en la gestión directa en la que la aportación pública sólo se limita a la decisión política, por lo general más dúctil y proclive a incrementar las asignaciones presupuestarias, siendo los presupuestos de la Administración, los que terminan soportando los riesgos operativos. En último término la “remunicipalización” suele venir acompañada de una “funcionariación” al incorporar a los trabajadores de entidades privadas al sector público con la esperanza de una mejora de situación que además de ser costosa genera situaciones injustas al vulnerarse los principios de mérito y capacidad consagrados en la Constitución.