Hace ya un tiempo que la deducibilidad fiscal de los intereses por financiación de operaciones corporativas ha dejado de ser lo que era. No hace muchos años de la inexistencia de limitaciones más allá de las aplicables en supuestos de endeudamiento vinculado, bien por cuestiones del entorno de precios de transferencia, bien bajo la vigilancia de la normativa general anti-abuso en situaciones en las que las estructuras de adquisición-financiación adolecían de la racionalidad suficiente para considerarse sólidas y motivadas más allá del mero ahorro fiscal indebido, como eran los casos en los que el fondeo se instrumentaba mediante títulos de deuda que reunían características más bien de equity.
Pero la cosa comenzó a ponerse más complicada a partir de 2012, con la introducción del límite del 30% del ebitda (configurado en realidad como una regla de imputación temporal) a los gastos financieros del ejercicio. Si bien haciendo números sencillos, visto el nivel de endeudamiento y los tipos de interés que el mercado de deuda estaba dispuesto a ofrecer por esas fechas, dicho límite no disparó, en general, situaciones sorprendentes por lo negativo, pero sí que introdujo un elemento de consideración más en el ejercicio de modelaje financiero-fiscal de las inversiones. Y ha sido, sin duda, desde el año 2015 cuando la situación ha venido a restringirse de forma más clara, pudiendo decir que España es ahora uno de los estados de nuestro entorno con mayores limitaciones a la deducibilidad fiscal de los intereses en inversiones apalancadas o LBO. Hablamos de la limitación adicional introducida para las financiaciones que excedan el 70% del importe de la inversión o equity value, y de las que respetando dicho límite no sean objeto de reducción en los 8 años siguientes hasta quedar en un máximo del 30%. No podemos obviar que la motivación de estas limitaciones es puramente fiscal, más en concreto, de reducción del déficit público, por lo que las dudas sobre su aplicación deberían ser resueltas bajo ese prisma y al margen de otras posibles motivaciones más estructurales como pudieran ser el fomento de la financiación propia en aras de cimentar la solvencia de las empresas. Transcurridos más de tres años, la casuística resultante es innumerable y sin perjuicio de poder entender su finalidad, creemos sinceramente que una aplicación estricta de la norma conocida como anti-LBO genera ineficiencias notables en su conexión con las alternativas de financiación que nos ofrece el mercado de deuda.
De entrada, la limitación del 70% puede ser aceptable, no es mal ratio, desde luego, aunque mucho dependerá en términos de mercado del sector de actividad, la calidad del activo y la solvencia del inversor. Pongamos el caso de un inversor extraordinariamente capitalizado que decide acometer la inversión enteramente con financiación ajena, que seguramente va a estar encantada de entrar en la operación considerando la citada solvencia del deudor y, además, la calidad del activo en cuestión, aceptando tipos muy competitivos. La totalidad de la carga financiera podría no ser deducible (la no deducibilidad opera mediante la discriminación de la “aportación” de la nueva filial a los efectos del cómputo global del ebitda del grupo fiscal, a los efectos del límite del 30% para los gastos financieros deducibles). Y si bien un inversor tan solvente podría generar resultado fiscal propio en cuantía suficiente para que la limitación anti-LBO le resulte inocua, también cabría el caso contrario.
Pero los mayores problemas están apareciendo por la obligada reducción de la deuda durante los 8 años siguientes a su obtención. Es evidente el objetivo fiscal, como ya hemos dicho antes, ya que, si la deuda se reduce, con los intereses pasa lo mismo y el ahorro fiscal inherente a la cesión de riesgo al acreedor queda severamente limitado. La cuestión es que en los últimos años el mercado de deuda ha evolucionado extraordinariamente. No es que nos encontremos en plena desbancarización de España, pero algo de eso hay, especialmente en operaciones corporativas, y la irrupción de los fondos de deuda alternativa, mucho más flexibles y abiertos a relajar tensión financiera en beneficio de una mayor remuneración de sus tickets, parece aconsejar que se revisite la norma. Queremos decir que la normativa anti-LBO podría estar impactando en el mercado de deuda y en la competencia entre jugadores, dado que los menos flexibles, que exigen amortizaciones durante la vida del crédito, ven incentivada su posición frente a otros que apuestan a instrumentos más relajados, tipo bullet, que bajo la regulación anti-LBO quedarían potencialmente excluidos de la deducibilidad fiscal de su elemento remuneratorio. Lo mismo ocurre con la emisión de papel en el mercado, que por esencia y salvo emisiones rescatables, quedarían en idéntica situación. Y no podemos obviar la ausencia de una limitación marco equivalente en la Directiva anti-abuso, por lo que aplicar mayores limitaciones que las de otros Estados podría provocar pérdidas de competitividad.
Finalmente, también se echa de menos que el legislador tenga en cuenta criterios más económicos, basados en la fungibilidad de la parte derecha del balance, y que no introduzca cláusulas de escape alineadas con una progresiva capitalización de la estructura “inversor más participada” derivada de la cristalización del fondo de comercio por el que se llevó a cabo la apuesta inversora, materializado en los resultados obtenidos por la participada y en las sinergias derivadas de la combinación de negocios. No deja de ser una manera de desapalancarse… Pero bueno, solo son deseos, mientras tanto, lo que apenas podemos esperar es una interpretación de las normas por la Administración lo más alineada posible con el entorno económico y la actualidad del mercado de capitales.
¡Que no es poco!