El mundo de la fiscalidad internacional sigue navegando entre dos polos que van turnándose en protagonismo: los intentos de armonización global capitaneados por la OCDE bajo el impulso del G20 y las decisiones unilaterales tomadas desde distintas jurisdicciones en virtud de sus intereses puramente nacionales o regionales. Una encrucijada, entre globalización y nacionalismo, que no se termina de resolver; el hecho de que los mismos Estados militen en ambos bandos al mismo tiempo no debiera llamarnos demasiado la atención a estas alturas.
Concluidas las negociaciones del paquete BEPS –en inglés, Base Erosion and Business Profits– y pendiente aún el desarrollo de buena parte de sus efectos, el péndulo parece girar hacia el polo nacionalista y, en concreto, hacia lo que parece un enfrentamiento, ni siquiera soterrado entre Estados Unidos y la Unión Europea.
Por un lado, está la reforma fiscal de Trump aprobada en Estados Unidos. La finalidad de la reforma no es un secreto: “US first!” y, “arguably”, que dicen los anglosajones, esa prioridad pasa por encima de algunos principios que venían gobernando la fiscalidad internacional. Tal es el caso del llamado BEAT –en inglés, Base Erosion and Antiavoidance Tax-. Esta figura plantea un impuesto mínimo equivalente al 10% de una base imponible recalculada en la que no se permite la deducción de los pagos satisfechos a entidades vinculadas extranjeras. Es decir, no se cuestiona la existencia de esas transacciones, ni si los bienes o servicios recibidos debieran tener un precio distinto al establecido entre las partes, como se haría de acuerdo con la aplicación del principio de plena competencia que defiende la OCDE. Tampoco se basa en que las contrapartes estén disfrutando de indebidos privilegios fiscales, sino que simplemente se desconocen a la hora de calcular la base imponible que determina este mínimo de tributación.
Esto puede generar, es obvio, importantes dificultades a los grupos, por ejemplo, europeos, que operan en EEUU con fuertes apoyos en sus territorios de origen, pese a que puedan estar perfectamente justificados. Esta es, al menos en parte, la razón detrás de la carta que los ministros de varios países de la Unión (incluido España) dirigieron al Secretario del Tesoro estadounidense en diciembre pasado.
Por otro lado, la Unión Europea siente que no está obteniendo una tributación suficiente de los grandes grupos tecnológicos, paradigmáticamente Google, Facebook y Amazon, todos ellos norteamericanos. La solución a esa percepción es difícil con los dos principios básicos en vigor de la tributación internacional: el principio de tributación en residencia de los beneficios empresariales y el principio de plena competencia, porque probablemente conducen a que el valor que mueve estos negocios no se crea en Europa, donde se distribuyen los productos, sino allá donde se produce la innovación tecnológica. La Unión Europea tenía dos caminos: confiar en que la OCDE proponga un cambio sustancial en el tratamiento tributario de la economía digital (o de la economía en su conjunto) o buscar un atajo. Parece que el segundo es el elegido. Todo apunta a que, siguiendo la propuesta presentada por Francia Alemania, Italia y España en el ECOFIN del pasado septiembre, la UE estaría cerca de proponer un impuesto mínimo, establecido como un porcentaje de la facturación en cada país. Estamos ante una figura que se conformaría, probablemente, como un impuesto indirecto, dado que no pretende averiguar si existe o no un beneficio debajo de la cifra de ventas, pero que de facto está cortocircuitando los mencionados principios de residencia y plena competencia, de acuerdo con los cuales, los factores a considerar serían los activos, funciones y riesgos del negocio que se localizan en el país y no el tamaño del mercado al que accede.
En los dos casos hay una clara desviación de los principios internacionales y, dada la nacionalidad de las empresas afectadas, parece evidente que hay una pelea de intereses no menor detrás de ambos movimientos. Es difícil, y seguramente ocioso, intentar establecer una preferencia por uno u otro desde la perspectiva de quien esperaría encontrar una normativa fiscal internacional clara y global, pero sí hay elementos objetivos que pueden ser subrayados.
El BEAT aplica un mecanismo ciego para resolver un problema para el que ya existe solución: si sospecha que las operaciones vinculadas están infladas o son artificiosas puede cuestionarlas con la norma internacional en la mano. La UE, sin embargo, lucha contra algo nuevo, la economía digital, que objetivamente ha venido a poner en dificultades, como la propia OCDE reconoció, la norma internacional que hoy aplicamos. Es decir, pudiera entenderse, de nuevo “arguably”, que mientras la UE pretende luchar contra un fenómeno nuevo, Estados Unidos utiliza un instrumento fiscal en aras de un concepto tan viejo como el proteccionismo económico.